Hoy os propongo un reto, otra manera de ver y sentir el enfado infantil, el enfado como una señal muy valiosa. Tan solo es una emoción más, quizás una emoción capaz de sacarnos de nuestras casillas en numerosas ocasiones. Y sin embargo podemos aprender a verla como una oportunidad de crecimiento personal para el niño, niña y para nosotros.
Las palabras son muy fáciles y la teoría suena a música celestial pero cambiar hábitos implica ganas y arrojo. No es sencillo, ni de un día para el otro, si no lo intentáis nunca sabréis si os funciona.
¿Comprendemos que los niños pueden y deben enfadarse?
Parece obvio, y… ¿cuántas veces se nos olvida? Los niños tienen derecho a enfadarse. Si no lo hicieran también nos quejaríamos porque saltarían las señales de alarma ¿Este chico no percibe sus realidades, le son indiferentes?, ¿No siente ni frío ni calor cuando no obtiene lo que desea… cuando las cosas le van mal?
Aceptar el enfado es más positivo de lo que parece, aceptarlo nos dispone a generar muchos pensamientos sobre… ¿qué es lo que me enfada?, ¿Por qué me he enfadado?, ¿Cuál o qué ha sido el desencadenante?, ¿Para qué me enfado?, ¿Qué es lo que siento?…
Pensar en el enfado hace que no se reprima la emoción y el sentimiento que sentimos. Es un impulso inconsciente, involuntario e importante para el organismo, es una función ejecutiva de nuestro cerebro, y nos prepara ante la frustración y la amenaza, facilitando las reacciones de defensa o ataque y sirve para inhibir las reacciones indeseables. Enfadarse ayuda a mejorar. ¿Lo habías visto alguna vez desde esta perspectiva? No te resistas, asúmelo, es útil y necesario.
El enfado permite que con la velocidad del rayo, tan solo 125 milisegundos, ya estemos en disposición de reaccionar. Es un proceso reactivo y efectivo. Somos una buena máquina. He dicho bien, nos facilita “reaccionar”, tan solo eso porque es un impulso inconsciente, en principio no está mediado por la razón porque lo emite el sistema límbico, la sede de las emociones. El problema es que esta emoción, en edad corta, no tiene fácil seguir el curso para alcanzar la regulación de la razón, sopesar si la respuesta que da nuestro organismo tiene la proporción ajustada y es adaptativa, “que ese camión, que es mi objeto de deseo, esté en manos de otro niño me enfada, valorar si puedo acceder a él a través del diálogo es imposible. Un niño de dos años está bajo los efectos de un impulso”.
Este proceso es mucho más sencillo en el adulto, no tan fácil en los niños pequeños que entran con facilidad en bucles de ira pero luego no tienen herramientas para salir de ellos porque todavía no pueden pensar perfectamente ante un enfado, no inhiben la respuesta del enfado, no hay una gestión del enfado asimilada ni ¨automatizada¨. Contamos con retos diarios, impulsividad, falta de autocontrol y autoconocimiento.
Así pues tenemos a un pequeño enfadado y sin muchas alternativas en su mochila de vida para poner orden y concierto en sus emociones y recuperar el bienestar.
En pocas palabras, tiene un gran conflicto y no sabe o no puede solucionarlo, si fuera un adulto pensaríamos: ¿necesita ayuda?. El niño enfadado es alguien que no sabe identificar y reconocer su emoción, ni tampoco sabe cómo tratarla.
¿Qué tengo que cambiar en mi pensamiento para sobreponerme al sentimiento de ¨desafiado¨ y considerar el enfado de los niños como algo que les/nos aporta beneficios y oportunidades para aprender a relacionarse?
Es un niño pequeño. También contamos con la responsabilidad de saber que el aprendizaje tiene ventanas de oportunidad, y las de las bases del desarrollo emocional están abiertas hasta los tres años, un niño que no vive relaciones que faciliten la conexión necesaria para desarrollar la autorregulación en estos años es muy probable que acuse la falta de autocontrol en el futuro. Un pequeño tramo de vida para aplicar lo mejor de nosotros en pro de lo mejor de sí mismos. Quizás esto es lo que más nos pesa, saber que los enfados son oportunidades y nos sentimos desalentados cuando no sabemos o no podemos aprovecharlas para ayudar al chico a construir su cajita de herramientas para sacarles partido. Revisemos nuestro filtro mental para dejar de ver solo la parte negativa.
El enfado nos da las herramientas para expresar disgusto, esto no me gusta, para poner límites, basta ya, para defendernos ante un ataque, me retiro y/o pido ayuda… La utilidad será mayor o menor en función de la lectura que hagamos de la emoción del niño y las habilidades que promovamos para que pueda manejarla, porque cuando nacemos tan solo tenemos potencialidad para aprender, no existe la capacitación ¿alguien nació con la competencia aprendida?
Si se encuentra con un adulto confiable, atento, consistente en sus respuestas es muy probable que el niño se sienta mucho mejor y no necesite enfadarse tantas veces, si es un adulto que le induce a la confusión, que está presente en algunas ocasiones, otras no, que unas veces responde con dulzura y tantas otras con estrés o nerviosismo, el niño no podrá anotar tantos logros de bienestar que son los que fortalecen el aprendizaje, resultará un niño irritable, hipervigilante que no pueda conocer para qué sirve su enfado porque las respuestas adultas le inducen a la confusión. Si es un adulto con el que el enfado infantil nunca puede conectar, el niño sentirá que su emoción no es valiosa, no funciona, queda a expensas del azar, aparecerá otra emoción, la tristeza o incluso el temor porque vive en la inseguridad.
- Actúa, con firmeza, con tranquilidad. Está tirado en medio del pasillo, en la calle, en el parque… no le sermonees, no sirve, no le amenaces (recuerda que tiene derecho a ser tratado con dignidad), reconoce sus sentimientos “estás muy enfadado”, abrázalo, ofrece oportunidades de participación por ejemplo.
- Ponle nombre a sus emociones, aprenderá a reconocerlas poco a poco.
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